Siempre pensé que mis años en la universidad serían memorables. Llenos de historias, experiencias y noches inolvidables. Pasé todo el bachillerato soñando con el momento de salir de ahí y encontrar finalmente un grupo de amigos que me aceptara.
Como puedes ver, no fui un adolescente muy querido. Fui un niño muy solo y siempre pensé que la universidad cambiaría eso para mí.
“Dos mil viente. Finalmente empezaré la etapa de mi vida en donde todo será mejor.”
O eso pensaba.
Las primeras dos semanas de clases pasaron volando. La timidez de todos los primerizos se palpaba en el aire y las mascarillas evitaron que una mirada furtiva se pudiera convertir en una conversación. El sistema híbrido tampoco ayudó en nada. Un banco de distancia y mundo más allá se encontraban mis supuestos amigos.
Dos semanas más tarde, volvimos a casa.
Y bueno, ya te imaginarás lo que siguió más tarde y sino, permíteme aclararte que de amistades, estoy lejos de hablarte en este momento.
Con los sueños destrozados y el alma en el suelo. Decidí tomar actas en el asunto y pasear por la ciudad en búsqueda de la vida universitaria que tanto tiempo llevaba imaginandome.
Decidí pasear por el barrio de mi universidad, El Raval, y comenzar a frecuentar los lugares de los que tanto había escuchado recomendar por otros compañeros.
La primera parada fue Ca La Mercé, el bar más popular de Blanquerna y el más concurrido por estudiantes universitarios. Mi error fue pensar que en algún momento alguien mágicamente levantaría la mirada y me invitaría a ser parte del grupo. Como alma errante decidí seguir de largo y buscar un nuevo sitio.
Continué paseando por la mítica Plaça Catalunya, esperando encontrarme casualmente con algunos de mis compañeros para así poder entablar la tan añorada conversación y quizá tener la suerte de compartir una birra con algún colega. Nuevamente, no tuve suerte. Ni aunque todos mis compañeros hubieran decidido pasear los habría reconocido con su mascarilla.
Acto seguido, decidí caminar por el Macba, convencido de que ahí sería el lugar en dónde encontraría a algún solitario o solitaria que estuviera mirando el show de los skaters. Tenía razón, varios individuos disfrutaban de los escasos patinadores que el covid permitía, sin embargo, tampoco tuve suerte. Lo único que conseguí fueron miradas extrañas y estoy seguro que más de uno pensó que estaba loco, drogado o muy confundido.
Mi última opción, fue la biblioteca de Blanquerna. Arrastrando los piés decidí encerrarme en ese espacio, pidiendo a los cielos que alguién quizá necesitara ayuda en la que yo pudiera ayudar…. solo para encontrar la puerta cerrada cerca de un cartel que decía “Biblioteca cerrada temporalmente por motivos de prevención del covid-19”.
En esa puerta, en ese momento, mis esperanzas se perdieron.
Decidí emprender camino a casa pero un antojo repentino me invitó a entrar a una peculiar tienda por una cerveza fría. “Una cerveza para las penas” exclamé al momento de pagar, a lo cuál solamente recibí una mirada de extrañeza de la dueña del local.
Cabizbajo salí a la calle y tomé asiento en una de las bancas cercanas.
Debí haber tenido una cara larga de muerte, porque un extraño se me acercó y decidió tomar asiento. “¿Todo bien mi hermano?” exclamó con un acento latino. “Sí, muchas gracias. Solamente no ha sido un buen día” contesté.
Solamente bastaron esas dos frases para empalmarnos en una conversación larga.
2 cervezas más tarde, la dueña del local me observaba de reojo, con una sonrisa picara de fondo.
8 cervezas después, conocí a mi mejor amigo.
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